LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

 

El hecho histórico de la resurrección de Cristo

 

Por la resurrección de Cristo ha de entenderse que el cuerpo del Señor Jesús, que fue muerto realmente en la Cruz y sepultado en una tumba, fue levantado por Dios al tercer día, sueltos los dolores de la muerte (Mt. 28; Mr. 16; Le. 24; Jn. 20 y 21).

 

La resurrección de Cristo, profetizada. La muerte de Cristo por los pecados de los hombres y Su resurrección de entre los muertos eran las doctrinas básicas de la predicación del Evangelio en boca de los apóstoles. Dice Pablo: «Cristo murió por nuestros pecados... y resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:1-3). Estas últimas palabras del apóstol indi­can que la resurrección del Señor Jesús ya estaba profetizada en el Antiguo Testamento. En figura, se halla implícita en el sacrificio de Isaac (Gn. 22:1-13; He. 11:17-19) y en el caso de Jonás (Jon. 2; Mt. 12:39 y 40). Proféticamente, está compren­dida en las palabras de Isaías (53:10): «Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días...» Por último, en el Salmo 16, David, hablando en nombre de Cris­to, escribe: «No dejarás mi alma entre los muer­tos, ni permitirás que tu Santo vea corrupción» (Versión Moderna). Estas palabras son interpre­tadas por los apóstoles Pedro (Hch. 2:23-31) y Pa­blo (Hch. 13:35-37) como una profecía explícita de la resurrección del Señor (véase Le. 24:46).

 

Las pruebas del hecho de la resurrección de Cristo. Existen pruebas suficientes en los relatos de los evangelistas que evidencian la realidad de la re­surrección del Señor, ya que todos ellos nos dan numerosos pormenores, tocante a esta doctrina; y en cuanto a las aparentes discrepancias respecto a ciertos puntos, son una bagatela referente al hecho central de que Cristo se levantó real y verdaderamente de entre los muertos. Sin em­bargo, ha habido críticos, y los hay, que no han querido admitir la evidencia del milagro máxi­mo. Estos tratan de defender las hipótesis si­guientes:

 

1. «Los discípulos robaron el cuerpo del Se­ñor, e inventaron la especie de que había resucitado.» Esta «explicación» hace caso omiso de toda la evidencia, porque: a) ¿Cómo pudieron los discípulos extraer el cuerpo ante los ojos de los soldados romanos? b) ¿Por qué estaban dispuestos a morir por una superchería manifiesta? c) Si los soldados estaban durmiendo (Mt. 28:13), ¿cómo sabían ellos que lo habían robado los apóstoles?

 

2. «El Señor no murió en la Cruz, sino que su­frió un desmayo, y en tal estado José lo colocó en la tumba. Por la mañana, recobrando las fuerzas, salió.» Esta teoría no concuerda con el relato evangélico, ya que Juan el apóstol da testimonio solemne de haber visto cómo un soldado romano traspasó con una lanza el costado del Señor Jesús (Jn. 19:34-37).

 

3. «Los discípulos, influidos psicológicamente por sus grandes deseos de volver a ver a Jesús, sufrían una serie de alucinaciones, de modo que las manifestaciones no tenían más que una reali­dad subjetiva, y no constituyen hechos reales.» Esto podía suceder en el caso de que los discípu­los hubiesen puesto su confianza en la resurrec­ción inmediata de su Maestro; pero, lejos de esto, ninguno de ellos esperaba que Cristo resucitase; al contrario, estaban desanimados y tenían mie­do de los judíos (Jn. 20:19).

 

Las mujeres vinieron al sepulcro, el primer domingo cristiano, no para ver la tumba vacía, sino para embalsamar el cuerpo para su largo sueño. Tan cierto es ello, que se preguntaban ansiosas quién les removería la piedra de la entrada del sepulcro para entrar en él (Mr. 16:3). María Magdalena corrió a decir a los discípulos, no que Él había resucitado, sino que Su cuerpo había sido quitado y que no sabía dónde lo habían puesto (Jn. 20:1 y 2). Cuando los apóstoles se reunieron, se «estaban lamentando y llorando» (Mr. 16:10). Cuando las mujeres dije­ron a los otros discípulos que Cristo había resuci­tado y que se les había aparecido, no lo creyeron; y, ante Su manifestación, dudaron (Mt. 28:17; Mr. 16:11-13; Le. 24:11).

 

Juan declara que «no co­nocían la Escritura, que El hubiera de resucitar de entre los muertos» (Jn. 20:9). ¿Podría haber otra cosa más patética que las palabras de los dos discípulos que iban a Emaús?: «Pero noso­tros esperábamos que Él era el que había de re­dimir a Israel...»

 

4. «Toda la historia de la resurrección es un mito, que encierra hondas verdades espirituales, pero nada de ello tiene categoría histórica.» Bas­ta contestar que un «mito» necesita siglos para «incubarse», pero la doctrina de la resurrección se predicaba a las pocas semanas del hecho. Ade­más, si la resurrección es un mito, ¿por qué no presentaban los judíos el cuerpo de Jesús al pue­blo para disipar las dudas?

 

5. «Los discípulos vieron un espíritu, que se hacía visible a la manera de las evocaciones espi­ritistas.» Tal teoría no explica la tumba vacía. ¿Qué se hizo, entretanto, del cuerpo del Señor Je­sús? Él sabía que los discípulos podían creer que se manifestaba a ellos en «espíritu» solamente, y por eso les demostró la realidad de Su cuerpo re­sucitado (Le. 24:37-40; Jn. 20:27-29).

 

Los evangelistas refieren las diversas manifes­taciones (diez por lo menos) del Señor a los suyos después de haber resucitado. Todas ellas se hicie­ron bajo las más variadas condiciones y circuns­tancias. Lucas, el autor del libro de Los Hechos, escribe diciendo: Jesús «después de haber padeci­do se presentó vivo con muchas pruebas indubi­tables, apareciéndoles por cuarenta días» (Hch. 1:3; véase 13:31). Una de estas pruebas indiscuti­bles es la que declaró el apóstol Pedro en su predicación en casa de Cornelio: «A éste [Jesús] levantó Dios el tercer día, e hizo que se manifesta­se... a los testigos que Dios había ordenado de an­temano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de los muertos» (Hch. 10:40 y 41). En efecto, el Señor resucitado «comió» y «bebió» con ellos (véase Le. 24:41-43; Jn. 21:1-14).

 

El testimonio del apóstol Pablo es de un valor incalculable. El Señor resucitado y glorificado se le apareció también a él, lo que le constituye en testigo ocular de Su resurrección, como los de­más apóstoles. Su testimonio nos llega a través de un auténtico documento de su puño y letra (1 Co. 15, epístola incontrovertida por los críticos). Para confirmar lo que dice, apela al testimonio de los supervivientes de «más de 500 hermanos» que le vieron en una sola ocasión. Es indudable que todas las pruebas de credibilidad pueden aplicarse con éxito a este testimonio.

 

Debemos considerar, además, como prueba amplia e irrefutable, la repentina y total transfor­mación moral de los testigos, y la formación in­mediata de la Iglesia. En Jerusalén, los aterrados y fugitivos discípulos que habían negado a su Se­ñor se reúnen de nuevo, y, con intrépido coraje, proclaman esta «antipática» doctrina de la resu­rrección, con el resultado de que se convierten millares de personas (Hch. 1:8; 2:32; 3:15; 4:20 y 33; 5:32, etc.). Aquellos testigos ya no hacen caso ni de peligros ni aun de la muerte. Ahora bien, el fraude no produce tales ejemplos de valentía ni la desilusión crea reinos de celestial poder. Un árbol no puede producir otro fruto que el corres­pondiente a su especie. Así ocurrió con los márti­res cristianos: el fruto que ellos produjeron tuvo por causa eficiente la fe en la resurrección de Je­sús.

Los creyentes podemos descansar en una so­bria certidumbre, y exclamar con voz de triunfo, al unísono con Pablo: ¡Cristo ha resucitado de los muertos...! (1 Co. 15:20).

 

Importancia de la resurrección de Cristo

 

La resurrección de Cristo es de tal importancia que el cristianismo se derrumba si ésta cae y se mantiene en pie si ésta se mantiene derecha. Considerando el asunto llanamente y sin rodeos, diremos que si la resurrección tuvo lugar, es fácil la aceptación de los otros milagros de Cristo, pues todas las esperanzas del cristiano están fun­dadas, precisamente, en ese hecho; pero «si Cris­to no resucitó, se sigue que no era el Hijo de Dios, y en ese caso el mundo se halla desolado, el cielo vacío, el sepulcro oscurecido y el pecado sin so­lución; con el corolario de que la muerte será eterna». El apóstol Pablo declara termi­nantemente que «si Cristo no resucitó, vana es en­tonces nuestra predicación, vana es también vues­tra fe. Y somos hallados falsos testigos de Dios... si Cristo no resucitó... aún estáis en vuestros peca­dos... Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Co. 15:14-19).

 

La resurrección de Cristo en relación con la vida del creyente

 

Todos los aspectos de la vida del cristiano de­penden del gran acontecimiento de la resurrec­ción de Cristo, según vemos a continuación:

 

La justificación: «Jesús, nuestro Señor, el cual fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación» (Ro. 4:25); o sea, que la perfecta justificación que a favor de los hombres consiguió Cristo en Su muerte expia­toria fue la causa por la que pudo romper los lazos de la muerte y salir a la vida de resurrección.

 

La salvación: «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Ro. 10:9), ya que la resurrección es la consumación de la totalidad de la obra de la Cruz.

 

La regeneración: El apóstol Pedro escribe: «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesu­cristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrec­ción de Jesucristo de los muertos» (1 P. 1:3); pues la resurrección de Cristo es la fuente y el origen de la vida nueva del creyente.

 

El bautismo cristiano, en el cual, después de haber sido sumergido en el agua, el creyente sube de ella y anuncia simbólicamente su identi­ficación con la vida de resurrección del Señor Je­sucristo (Col. 2:12; 1 P. 3:21).

 

La vida de fe del creyente fiel, ya que da por muerto todo lo natural para confiar plena­mente en Dios «que levantó de los muertos a Je­sús, Señor nuestro» (véanse los casos típicos de Abraham y Pablo: Ro. 4:17-24; 2 Co. 1.9).

 

La santificación: El apóstol Pablo habla del cristiano como identificado con Cristo en Su muerte y en Su vida gloriosa de resurrección, ex­hortando a que todos los creyentes consideren este hecho como la única base de separación del pecado. «Así también vosotros consideraos muer­tos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Je­sús. Señor nuestro» (Ro. 6).

 

La resurrección de Cristo es el secreto de toda manifestación del poder divino en el creyente: «...para que sepáis… cual [es] la supereminente grandeza de su poder [de Dios] para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos...» (Ef. 1:18-21).

 

Nos traslada a las esferas espirituales en so­lidaridad con Cristo:A los ojos de Dios, lo que Él realizó en la persona de Su Hijo a favor de los hombres es una realidad desde ahora para noso­tros los creyentes, de tal manera que Pablo decla­ra: «Dios... nos dio vida juntamente con Cristo... con él nos resucitó, y, asimismo, nos hizo sentar en lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:4-6 con Col. 3:14).

 

La resurrección de Cristo es la garantía de la resurrección corporal del creyente.

 

En efecto, la resurrección actual del cristiano es espiritual, mas en la venida de Cristo será cor­poral, la cual está afianzada por la resurrección previa del Señor Jesús. «Mas ahora ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos... Pero cada uno en su debido or­den: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en su venida» (1 Co. 15:20-23, con 6:14; Fil. 3:20 y 21; 1 Ts. 4:14-17).