EL HOMBRE Y EL PECADO

 

La creación

 

En la narración del Génesis, la creación del hombre se destaca como única y especial, ya que fue precedida por un consejo divino, con el anun­cio de que el hombre había de poseer una perso­nalidad que reflejara, en ciertos aspectos, la del Creador: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, y señoree... en toda la tierra, y en todo animal...» (Gn. 1:26). En el relato más detallado del capítulo 2 se indica que el hombre se relaciona con el orden natural, ya que Dios le formó del polvo de la tierra, pero que su alma llegó a existir por un acto especial de Dios: «Y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Gn. 2:7).

 

La imagen no puede ser física, pues Dios es Es­píritu, de modo que se refiere a la personalidad del hombre, que fue dotado de cualidades racio­nales y morales, que le distinguen del todo aun de los animales más desarrollados. Además de esto, los animales no pueden salir de los derrote­ros señalados por su instinto, pero el hombre está dotado de libre albedrío, pues Dios quería que Su criatura, corona de la creación, correspondiera li­bremente a Su amor por medio de la obediencia pronta y voluntaria.


El hombre completo se ve en las palabras de Pablo según se hallan en 1 Tesalonicenses 5:23: «Y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.» Por medio del cuerpo el hom­bre hace contacto con su medio ambiente mate­rial; por su alma, asiento principal de su persona­lidad, es consciente de sí mismo y de los demás seres humanos; y por medio de su espíritu es ca­pacitado para tener comunión con Dios. Su alta dignidad, según el propósito original de Dios, se destaca bien en el Salmo 8.

 

La caída

 

No sabemos cuánto tiempo disfrutaría el hom­bre del dominio de la naturaleza en plena inocen­cia y en comunión con Dios, pero las Escrituras pasan rápidamente a la narración de la caída. El hombre estaba creado para depender de Dios y para hacer Su voluntad, pero el diablo, con gran sutileza, señaló un camino alternativo: «Voso­tros seréis como Dios...» Por su desobediencia, el hombre intentó hacer de sí mismo el centro del mundo, y este intento se refleja en el feroz egoís­mo del hombre caído, que es la fuente y origen del pecado en la esfera humana. Al volver las es­paldas a Dios, el hombre murió espiritualmente y el mundo se hundió en el caos del pecado y de la rebelión. La muerte física es la consecuencia ine­vitable de este estado espiritual.

 

El pecado

 

La palabra que más corrientemente se traduce por «pecado», en el texto griego, quiere decir «fallar»; «ser incapaz de llegar a la meta». Juan dice que es «infracción de la ley» (1 Jn. 3:4), de un modo más claro, es la rebeldía. Santiago ve en la concupiscencia (los malos deseos) el germen del pecado, que, en su desarrollo, produce la muerte (Stg. 1:14 y 15). Resumiendo, podemos decir que es todo movi­miento de la voluntad humana en contra de la vo­luntad de Dios, sea consciente o inconsciente.

 

El pecado original

 

Según las enseñanzas de Romanos 5:12-21, cuando Adán pecó toda la raza pecó con él, de forma que existe una raíz de pecado original en todo hijo de Adán, aun antes de que cometa actos concretos y voluntarios de pecado. Esta doctrina se halla implícita en toda la Biblia. Es como una funesta «ley de gravitación» que inclina a todo hombre hacia el pecado. Este estado pecaminoso se llama la depravación total y se expresa sin am­bages en el texto: «No hay justo, ni aun uno... no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:10-12). Esto no quiere decir que no existan diferencias morales entre hombre y hombre, y sa­bemos que el hombre natural realiza algunas ve­ces acciones generosas y nobles, pero indica cla­ramente: 1) que todo lo humano, las «malas obras» y las «buenas obras», lleva el sello incon­fundible del pecado, velada o abiertamente; y 2) que el germen de todo pecado está en todos los hombres y se desarrolla en circunstancias propi­cias.

 

Pero frente a Adán como cabeza de la raza perdida, el apóstol Pablo señala a Cristo como postrer Adán y Cabeza de una raza redimida por Su gran acto de obediencia en la Cruz. Nadie se perderá, pues, por ser hijo de Adán, sino por rechazar la redención que está en Cristo (Ro. 5:18 19, 35 y 36).

 

La culpabilidad del hombre y el juicio de Dios

 

El hombre normal es un ser responsable y se condena porque ama las tinieblas más que la luz. De ahí proceden la culpa y el castigo. Las profundas huellas del pecado no pueden borrar la obra de la Cruz, donde el Hombre representativo, quien era, además, el Señor de la gloria, fue hecho pecado por nosotros «para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21) La identificación del hombre con su Salvador por medio del arrepentimiento y la fe, le trae vida; pero aparte de este gran remedio de Dios, opera infaliblemente la ley: «Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará», sea en el tiempo, sea en la eternidad. Sólo Dios es el Juez justo, el Árbitro moral de su Universo, y a Él solo compete juzgar y aplicar la sentencia, que se pronunciará según las normas de la más perfecta justicia (Hch. 17:31; Rom. 2:6-16; 14:11 y 12; Ap. 11:15-18; 16:5 y 6; 20:11-15).